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Lo público al desnudo. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Las nuevas ropas del emperador - Cuentos del Conde Lucanor

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Carta del director_  ENRIQUE CORTÉS DE ABAJO

¡Pero si está desnudo! Christian Andersen se sirvió de la sinceridad de un niño, en el famoso cuento El traje del Emperador, para desmontar la falsa creencia colectiva de que el traje que habían diseñado los “supuestos” sastres para el soberano era el más hermoso del mundo. Ese breve relato es una de las mejores construcciones sobre la disonancia cognitiva de carácter colectivo entre lo que se quiere creer que tenemos y lo que realmente nos adorna.

El marco institucional y público es el eje vertebral para el progreso real de las sociedades y el señuelo más luminoso para orientar los logros individuales hacia las conquistas colectivas. Liberales, socialdemócratas y el resto del espectro ideológico pueden barruntar y profesar más o menos pasión por la extensión del aparato público institucional, pero es dudoso que cualquiera de ellos no tenga meridianamente claro que, sea el que sea, debe ser sólido, eficaz y profundamente leal a la sociedad a la que sirve.

Tal como se han encargado de demostrar Daren Acemeglou y Robinson, del tino que se tiene en el diseño estructural y funcional de las instituciones depende que las sociedades sean más avanzadas, incluyentes, modernas e innovadoras. No es sólo eso sino que la función del Estado, de lo público, es la clave para dirigir acertadamente los instintos vibrantes del mercado y servirse de ellos para generar más innovación y bienestar social. La historia, nuestra mejor base de datos para el presente, está saturada de ejemplos que nos han enseñado que no hay mercado socialmente aceptable que funcione sin un Estado fiable y sólido; por la misma razón que no hay Estado moderno que se pueda permitir derrochar la vibrante capacidad de creación de valor que proporcionan las empresas y la iniciativa privada.

La institucionalidad y el funcionamiento de lo público no operan en el vacío y de manera estanca al mercado, de la misma manera que no puede entenderse que un vehículo vaya en la correcta dirección sin los ejes alineados y una acertada conducción.

La crisis que estamos viviendo nos está demostrando, si lo queremos ver, de manera especialmente descarnada que nuestro Rey también está desnudo: un gobierno débil y errático, una oposición política anestesiada e incapaz de leer con claridad la envergadura de los hechos, un sistema institucional frágil y debilitado, una administración pública inadaptada orgánica y funcionalmente y una sociedad que, en estado de pausa, solo le queda cruzar los dedos para esperar que amaine la tormenta y que los destrozos que ésta haya dejado tras su paso no haga imposible su reconstrucción. Pero todos hoy ya sabemos que la tormenta no amainará por la noche para despertarnos con un nuevo día de sol, sino que como cantaba nuestro añorado Aute, ya intuimos, que «tras la noche, vendrá la noche más larga».

Lo que se necesita para poder gestionar el mundo que viene es una combinación de buena información que nos permita anticiparnos a los acontecimientos, un sistema institucional sólido y eficaz que nos inspire confianza y un conjunto de creencias colectivas que fortalezca nuestra capacidad como sociedad de fijarnos y conseguir objetivos comunes.

Pero para ello nos hace falta la mirada sincera y desprejuiciada del niño que ve al emperador desnudo para identificar nuestros defectos y dejar de lado la engañosa autocomplacencia.

España ha recorrido un camino complicado desde el punto de vista institucional y ha conseguido construir una infraestructura pública razonable partiendo de los frágiles herrajes del franquismo. La construcción del estado autonómico, el diseño de una administración imparcial y una función pública al servicio de la sociedad y no de un partido, el diseño de políticas públicas modernas e inclusivas y la configuración de un estado de derecho homologable con las democracias más avanzadas son algunos de los logros fruto de un meritorio esfuerzo colectivo.

Sin embargo, nuestro modelo comenzó a debilitarse al tiempo que se iba desarrollando y encontró en la crisis de 2008 el momento clave para una reformulación. Lo que pudo ser un momento esperanzador de regeneración política, consolidación autonómica, modernización pública y fortalecimiento de las instituciones quedó en meros retoques estéticos y en una sucesión de medidas sin calado que no sólo no han mejorado el estado de la institucionalidad pública sino que, al contrario, lo han hecho retroceder.

Medias verdades

No es cierto que uno de los síntomas de nuestra debilidad institucional sea la fuerte polarización de nuestros partidos políticos y su fragmentación, sino más bien la falta de capacidad de nuestro estamento político, el tactismo electoral y la falta de lealtad institucional. En 1977 con un país en blanco y negro, una tonelada de rencores históricos en el armario y una distancia política entre los partidos políticos sencillamente sideral no fue un obstáculo para que las huestes políticas dejasen de lado sus animadversiones (muchas de ellas personales) y sus diferencias ideológicas para tratar de establecer las bases que sacaran al país de la gama de grises y nos pusiese en tecnicolor. Ahí, en los hoy tan añorados por unos y denostados por otros -afortunadamente los menos- años de la Transición se fraguaron los cimientos de las décadas más pacíficas y progresistas que jamás haya tenido la historia de España y que, en cierto modo, alisaron el camino para cristalizar esa idea en una Constitución que aglutina, ella sola, más derechos y libertades reales que el resto de los textos del constitucionalismo español en su conjunto.

En la década de los 80 pusimos las bases de un Estado del Bienestar que permitió universalizar la sanidad y la educación, supuso el inicio de un proceso descentralizado que dinamitó el centralismo, eliminamos los fantasmas de las asonadas militares y lustramos nuestras credenciales para acceder al club de selectos países que conformaban la Unión Europea. La década de los 90 fueron años de afinamiento y consolidación de los logros anteriores, de alternancia política y de poner a prueba nuestras capacidades para entrar, ya sí, en la modernidad. Pero cuando nos aprestábamos a disfrutar de lleno de la modernidad, con el cambio de siglo, y vivir las mieles del progreso, los atentados que volatilizaron las torres gemelas nos demostraron que entrábamos ya de lleno en una época en la que de nada servía mirarse al ombligo: quedábamos definitivamente encadenados a los hechos y acontecimientos que se produjeran en el mundo. El fin de la historia y el camino llano a la Arcadia feliz se convirtió en la sociedad del riesgo y aceleró vertiginosamente el ritmo de la historia.  La globalización de los acontecimientos entró de lleno en nuestra realidad cuando las astillas de aquel hecho se clavaron en nuestra piel en los atentados de Atocha y quedamos vinculados, como el resto del mundo, al desorden global. Aquel fue el primer momento en que sentimos que nuestro futuro estaba indisolublemente ligado al devenir de los acontecimientos globales y que nuestra realidad iba a ser para siempre un espejo de los hechos que podían ocurrir en cualquier parte del planeta.

Poco después, con la Gran Recesión financiera de 2008, cuando los iconos del capitalismo global caían a plomo y las estructuras del capitalismo se agrietaban con la misma facilidad con la que se diluye un azucarillo en una taza de té, sentimos, con miedo, que todo lo que habíamos construido podía irse por el desagüe y que el salvavidas europeo ya no era suficiente para almohadillar el golpe: dependíamos, en buena medida, de nosotros mismos.

Zozobra y fragilidad

Esa crisis impactó mucho más de lo que pensamos en nuestra capacidad para darle respuesta:  mostró la fragilidad de nuestras defensas y la pequeñez de nuestras capacidades, a la vez que nos mostraba la necesidad de fortalecer nuestros vínculos sociales. La crisis económica, impactó primero en nuestro tejido económico y, como consecuencia de ello, comenzó como una termita a corroer lenta pero progresivamente nuestros logros anteriores. Las medidas correctoras debilitaron nuestro estado del bienestar, impactando de manera directa en la malla de seguridad que los ciudadanos nos habíamos dado con mucho esfuerzo para defendernos de los avatares negativos en nuestras vidas individuales y colectivas. Se deterioró el sistema sanitario y el sistema educativo y se debilitaron, también, los sistemas de protección social que tanto nos había costado construir. Se hicieron ajustes, pero no reformas, en el ámbito de la administración pública y se perdió la oportunidad de afrontar una reforma que combinase una verdadera modernización tecnológica, una profesionalización valiente de la función pública -especialmente directiva- y un uso eficiente de los recursos. Se dejó el sistema público destartalado, envejecido y obsoleto y se debilitaron las capacidades para dar respuesta desde lo público a las necesidades de la ciudadanía.

La crisis económica y sus desastrosos efectos mermaron nuestras capacidades y dejaron en nuestro imaginario colectivo una sensación de fragilidad. Si bien la corrección económica se hizo fue, en buena medida, deteriorando la seguridad laboral en favor de una pretendida modernidad de la economía colaborativa y, como consecuencia de ello, generó una duplicación dickensiana del mercado laboral. Alumbramos un nuevo precariado: el trabajador joven sin derechos ni futuro. Luego vendría la corrección política, con los mismos efectos desastrosos que la económica. La desigualdad económica y la desprotección, el miedo, dio lugar a que los ciudadanos manifestasen su indignación y ante esa intensa carga emocional nuestra democracia y nuestros sistema institucional y político se vieron fuertemente modificados y polarizados.

Los partidos políticos tradicionales se desgajaron y de sus entrañas salieron opciones radicales, populistas y sectarias, a ambos lados del espectro político, aderezando el cóctel corrosivo con una radicalización de las opciones nacionalistas al advertir la debilidad del Estado. Lo que antes era un juego de unos pocos se convirtió en una cena con muchos comensales pero con el mismo botín. Y ahí empezó el reparto, y con él la lucha por el poder como eje político, dinamitando definitivamente los pocos puentes posibles para conseguir los mínimos consensos.

Junto a la reducción de nuestra calidad democrática vino la de nuestro estamento político y con ello se cocinó el desastre. No es lo mismo manejar un velero en el Mediterráneo en un día apacible de sol y mar en calma, que tratar de salvar el Titanic después de impactar con un iceberg en un mar helado. Nuestros políticos son más como la orquesta de ese Titanic, siguen tocando su partitura de la gresca sin darse cuenta de que a su alrededor se produce el desastre.

El coronavirus, la pandemia global con impacto local, ha desnudado nuestro sistema político e institucional y ha iluminado sus defectos hasta hacerlos insoportables para una buena parte de la ciudadanía. De nuestra capacidad para analizarlo críticamente y de la inteligencia para proponer correcciones depende en buena medida construir un verdadero umbral de esperanza que nos alinee a todos en las labores impostergables de una reconstrucción integral. Pero para eso hace falta menos arrogancia y más valentía, porque como dijo el poeta Yeats «hace falta más valor que el del soldado en el campo de batalla para mirarse los espacios oscuros del alma».

Lo público en general, y la política, son un subsistema del conjunto de una red sistémica; es lo único que nos queda cuando nos sentimos desprotegidos. Cuidémoslo.

Foto: https://www.bosquedefantasias.com

Enrique Cortés de Abajo es el director de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública SKR, el cofundador de SKR Preparadores y Administrador Civil de Estado (en excedencia). Antes de asumir el liderazgo de la Escuela de Gobierno, trabajó durante más de 20 años en el sector público en distintos puestos en Presidencia de Gobierno, Ministerio del Interior y en las Administraciones Exteriores en las que el último cargo que ocupó fue el de Consejero de Educación para América Central, México y Caribe. En sus ratos libres, lee mucho y hace el tequila Tantita Pena, que como él dice es «del bueno».

4 comentarios

  1. No es una «radiografía» del pasado, presente y futuro próximo, es su escáner posible y el desiderátum a seguir necesariamente.

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